Por Juan Villoro
La ciudad de México crece con el veloz desconcierto de las epidemias y las invasiones. Lo primero que llama la atención al viajero es la dificultad de orientarse entre sus calles. "Es el único lugar donde he tenido miedo de perderme para siempre", afirmó el escritor triestino Claudio Magris. Nuestras calles repiten los nombres de los héroes como si así pulieran su gloria. Quien consulte la Guía Roji encontrará 179 calles Zapata, 215 Juárez, 269 Hidalgo, lo cual basta para construir veinte metrópolis suficientemente patriotas. Al abordar un taxi, el conductor evade la responsabilidad de orientarse en el laberinto: "usted me dice por donde", le pide al pasajero. Nada más natural que los profesionales del volante ignoren un territorio que excede a la experiencia humana. El primer asombro de la ciudad más grande del mundo es que se vuelve perdidiza. El problema no es entrar a la casa sino hallar las recámaras. Los límites de la ciudad ya quedan tan lejos que resulta inexacto hablar de las afueras. Hemos perdido la noción de periferia y el aeropuerto, que alguna vez ocupó la punta oriente de la capital, se ha vuelto ruidosamente céntrico.
De Tenochtitlan al Distrito Federal: un palimpsesto mil veces corregido, borradores que ya olvidaron su modelo original y jamás darán con una versión definitiva. La villa flotante de los aztecas, la retícula soñada por el virrey de Mendoza, las avenidas promovidas por el regente Uruchurtu, los tianguis infinitos que hoy rodean los heterogéneos rascacielos de la posmodernidad, integran un paisaje donde las épocas se combinan sin cancelarse. La misma corteza terrestre contradice el tiempo. De acuerdo con el sismólogo Cinna Lomnitz, el 19 de septiembre de 1985 la ciudad de México se comportó como un lago: el terremoto desconcertó a los especialistas porque sus ondas se desplazaron a la manera de olas. Desde el punto de vista sismológico, la ciudad debe ser estudiada como una cuenca de agua. La tierra aún recuerda el paisaje que encontraron los aztecas. Secamos el agua, pero el reloj telúrico da otras horas: nuestros coches viajan sobre un lago implícito. Aquí todas las eras se mezclan en un presente abigarrado. Nuestras vastas tuberías se hunden en la ciudadela azteca, las mansiones de la colonia ostentan pedacería de pirámides, los emblemas del metro son un contradictorio códice de la "modernidad prehispánica", las estatuas cambian de sitio y los edificios renuevan sus usos (los presos políticos del 68 regresan a sus antiguas celdas a estudiar sus expedientes; en un giro simbólico, la Cárcel de Lecumberri se convierte en el Archivo General de la Nación).
La ciudad de México es ante todo una voracidad de crecimiento, un caos que nos rebasa a diario con frenética intensidad. George Steiner ha comentado que su admiración por los escritores se forjó en las calles de París. Al ver que sus sitios favoritos se apellidaban Voltaire, Hugo o Diderot, pensó: "éstos son los leones". ¿Qué pasa cuando los leones literarios llegan al D. F.? Descubren que la ciudad anda suelta. ¿Será posible que un territorio que confunde la cronología y subyuga todos los espacios, tenga un plan maestro, un orden secreto que la justifique?
Los pasajeros que lllegan de noche al aeropuerto Benito Juárez del D.F., contemplan un cielo invertido. Miles de estrellas palpitan en el horizonte. El avión persigue una galaxia. En este paisaje desmedido, está la clave para entender el propósito oculto de México, D. F. La historia entera del sitio que nos tocó en suerte apunta a la creación de un cielo artificial. Los edificios aztecas crecieron sobre el lago y se reflejaron en sus aguas; la ciudad tenía dos cielos. Desde entonces hemos vivido para suprimirlos y para buscarles un complicado sustituto. Durante siglos nos afanamos en secar el agua y luego, gracias a nuestros delirios industriales, eliminamos el aire puro. Hoy en día, el cielo es una bruma difusa que los niños pintan de café y gris en sus cuadernos escolares. En su peculiar lógica de avance, la moderna Tenochtitlan destruye los elementos que la hicieron posible.
No es casual que la literatura mexicana ofrezca testimonio de la caída celeste. En 1869, Ignacio Manuel Altamirano visita la Candelaria de los Patos y habla de la "atmósfera deletérea" que amenaza la ciudad; en 1904, Amado Nervo exclama: "¡nos han robado nuestro cielo azul!"; en 1940, pregunta Alfonso Reyes: "¿Es ésta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico?". Tres décadas más tarde, responde Octavio Paz:
el sol no se bebió el lago
no lo sorbió la tierra
el agua no regresó al aire
los nombres fueron los ejecutores del polvo.
En 1957, el año de uno de nuestros temblores más severos, Jaime Torres Bodet escribe "Estatua", un poema que finalmente descarta de su libro "Sin tregua":
Fuiste, ciudad. No eres. Te aplastaron
tranvías, autos, noches al magnesio.
Para verte el paisaje
ahora necesito un aparato
preciso, lento, de radiografía.
¡Qué enfermedad, tus árboles! ¡Qué ruina
tu cielo!
La literatura ha sido el aparato que Torres Bodet pide para registrar la ciudad sumergida bajo sus muchas transformaciones. En aquel año sísmico de 1957, el Ángel de la Independencia cayó a tierra. Fue un momento simbólico en la vida de la ciudad: el cielo había dejado de estar arriba. Ése era el mensaje que el ángel ofrecía en su desorientación. Pero tardamos mucho en comprenderlo. "El único problema de irse al Cielo - escribe Augusto Monterroso - es que allí el cielo no se ve". Vivimos en el imperfecto paraíso que no puede verse a sí mismo. Por las noches, la ciudad se enciende como una constelación poderosa y desordenada. ¿Qué designio superior explica esta inversión del cielo?
En "Las ciudades invisibles", Italo Calvino describe los mecanismos que explican a las urbes más variadas del mundo. Uno de ellos se aplica a México. Durante años, ejércitos de albañiles levantan muros y terraplenes que parecen seguir los caprichos de un Dios demente. Llega un día en que los hombres temen a la arena y al cemento. Construir se ha vuelto una desmesura. Sin embargo, alguien intuye el sentido de las calles y los edificios que se multiplican sin fin: "Esperen a que oscurezca y apaguen todas las luces", dice. Cuando la última lámpara se extingue, los constructores contemplan la bóveda celeste. Entonces entienden el proyecto. En lo alto, brilla el mapa de la ciudad.
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