Por Juan Villoro
En México Distrito Federal el paso del tiempo significa una desaforada multiplicación de la especie. Nací en 1956, cuando la ciudad tenía cuatro millones de habitantes, y ahora tiene unos 18 o 20. Aunque los conteos de población son inciertos, no hay duda de que somos demasiados. Estamos ante un fenómeno insólito: la metrópoli nómada. Sin movernos de sitio, hemos cambiado de ciudad; por convención seguimos hablando de “México, D.F.”, pero es obvio que el paisaje anda suelto y se transfigura en otro y otro.
Hace mucho que la naturaleza fue replegada hasta desaparecer de nuestra vista. El aeropuerto ya está en el centro y las tareas agropecuarias se ejercen en el único espacio disponible, las azoteas. Secamos el lago que definía la ciudad flotante de los aztecas, asfaltamos el valle entero, destruimos el cielo azul. ¿Por qué vivimos aquí? No nos retiene la ignorancia. Los capitalinos estamos muy al tanto de los horrores ecológicos (somos expertos en las ronchas que salen con la contaminación, la peligrosidad de los terremotos, las tasas de plomo en la sangre); sin embargo, en franco desacato de la evidencia, consideramos que ninguna de estas amenazas es para nosotros. ¡Bienvenidos a la cultura del postapocalipisis! En nuestra peculiar percepción del entorno juzgamos que somos el resultado (nunca el anuncio) de una tragedia. De ahí la vitalidad de un sitio al borde del colapso, cuyo mayor misterio es que funcione.
Recorrer México D. F. depara sorpresas numerosas. Todos los días circulan bajo tierra cinco millones de usuarios del metro. Se trata de una ciudad alterna que prefigura el México por venir, donde la gente nacerá y crecerá en la cripta de los aztecas sin necesidad de salir a la intemperie. Hoy en día, los metronautas disponen de cafeterías, tiendas, exposiciones y cursos subterráneos. También cuentan con su propia patrona, la Virgen del Metro, que apareció por una filtración de agua en la estación Hidalgo, en 1997.
En la superficie circulan los taxis que se han rendido a la evidencia de la macrópolis y no saben adónde ir. Cuando el despistado pasajero da una dirección, el conductor confiesa su ignorancia y pide señas para llegar ahí: “Usted me dice por dónde”.
Cuando Günter Grass estuvo en México a principios de los años ochenta preguntó con rigor teutón: "¿cuántos habitantes tiene la ciudad?" El vértigo llegó con la respuesta que entonces se juzgaba apropiada: "entre l2 y l6 millones". La diferencia, el margen de error, era del tamaño de Berlín Occidental, la ciudad donde vivía Grass.
Además las calles repiten sus nombres como si así pulieran la gloria de los héroes. Quien abra el popular plano de la capital conocido como Guía Roji encontrará 179 calles Zapata, 215 Juárez, 269 Hidalgo, lo cual basta para construir unas veinte urbes suficientemente patriotas. En nuestro mapa movedizo ni siquiera las estatuas son estables. El monumento ecuestre a Carlos IV ha ocupado tres lugares distintos al modo de un caballo de ajedrez.
Para la prensa internacional, el D. F. se ha convertido en algo así como la mujer barbuda del circo; ejerce la elocuente fascinación del defecto: los reportajes hablan de la contaminación, la inseguridad, los temblores, las amenazas intestinales y el incierto folklor de nuestras salsas. Y sin embargo, no podemos romper el cordón umbilical con México (cuya posible etimología es "ombligo de la luna"). Lunáticos y edípicos, nos parecemos al Don Juan de Rake's Progress, la ópera de Stravinski con libreto de Auden: acabamos enamorados de la mujer barbuda.
En la ciudad de México la costumbre no se repite, se improvisa. Incluso la corteza terrestre confunde las épocas con inestable actitud. El terremoto de 1985 desconcertó a los expertos porque el subsuelo se movió como si ignorara las leyes de la física. Después de seis años de estudiar el enigma, el sismólogo Cinna Lomnitz llegó a la siguiente conclusión: en la mañana del 19 de septiembre de 1985, la ciudad de México fue un lago; las ondas sísmicas se desplazaron como olas.
Los aztecas fundaron su capital en un islote y ganaron terreno al agua. Los conquistadores españoles que habían hecho la guerra de Italia no vacilaron en comparar a Tenochtitlan con Venecia. La ciudad fue secada durante siglos y las calles surgieron del lecho de los ríos. En el casco urbano, el principal recuerdo lacustre son los edificios coloniales que se hunden como navíos a punto de naufragar.
La memoria del agua establece un vínculo con los orígenes. Desde el punto de vista sismológico, aún estamos en una cuenca navegable: nuestros coches viajan sobre un lago implícito.
En un sitio donde la corteza terrestre responde a un pasado primigenio, ignorado por la superficie, no es de extrañar que las temporalidades se crucen. No hay forma de instalar líneas de teléfonos en el centro de la ciudad sin practicar una arqueología accidental. Aunque los técnicos no busquen otra cosa que un resquicio para sus cables de fibra óptica, encuentran puntas de obsidiana, noticias del mosaico indígena.
Pero hay comunicados más recientes de los antiguos pobladores del valle. De acuerdo con el Instituto Nacional Indigenista, en la actual Tenochtitlan cerca de dos millones de indios conservan sus usos y costumbres.
Aunque toda metrópoli se erige contra la naturaleza, pocas han tenido la furia destructora de México D. F. Una vez anulada el agua, el horizonte de destrucción fue el cielo. El paisaje urbano está determinado por estas pérdidas fundamentales. Hace algunos años, al visitar una exposición de dibujos infantiles, comprobé que ningún niño usaba el azul para el cielo; sus crayones escogían otro matiz para la realidad: el café celeste.
Quien aterriza de noche en la ciudad de México siente que llega a una galaxia desordenada. Sin embargo, esa marea encendida, que ocupa el valle entero, sigue creciendo. Su lógica exige la expansión continua. ¿Hacia dónde puede proseguir? Todas las flechas apuntan hacia abajo. El subsuelo recorrido por el metro es nuestra última frontera. Más allá de los imperativos geológicos, esta dinámica tiene una fuerta carga simbólica. En la mitología prehispánica, la vida comienza y termina bajo la tierra.
Quien aterriza de noche en la ciudad de México siente que llega a una galaxia desordenada. Sin embargo, esa marea encendida, que ocupa el valle entero, sigue creciendo. Su lógica exige la expansión continua. ¿Hacia dónde puede proseguir? Todas las flechas apuntan hacia abajo. El subsuelo recorrido por el metro es nuestra última frontera. Más allá de los imperativos geológicos, esta dinámica tiene una fuerta carga simbólica. En la mitología prehispánica, la vida comienza y termina bajo la tierra.
Borges resumió en dos versos su atribulado fervor por Buenos Aires: "No nos une el amor sino el espanto/ será por eso que la quiero tanto". Los contradictorios placeres de la ciudad de México son de este tipo. A diario juramos abandonarla y a diario nos entregamos a su abrazo; es la irrenunciable compañía que merecemos. Que otros vivan en las ciudadelas del orden y el tránsito feliz. Nosotros exigimos el carácter complicado y la belleza ambigua de la mujer barbuda.
(Fuente: http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/villoro/mapas/mex-ven01.html)
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